Prof. Nicolás
Moreira Alaniz
Docente de
Historia de la Filosofía Medieval
Dep. de Filosofía
– Instituto de Profesores “Artigas”
San Agustín es el principal referente de
la Patrística latina, y, al mismo tiempo, sin desmerecer los trabajos de
algunos Padres griegos u orientales (tal como los capadocios), es el pensador,
teólogo, más influyente durante gran parte de los siglos que transitan lo que
es el pensamiento teórico y ético medieval.
Nacido en Tagaste, en 354, Aurelio
Agustín lleva adelante, durante su adolescencia y juventud, una carrera
prolífica relacionada con las artes del sermo (palabra), éstas son,
Gramática y Retórica. Estudia en Madaura y, posteriormente, en Cartago.
Alrededor del 380 se dirige a Roma, por
invitación de amigos, para dictar cursos. Desilusionado por la escasa recepción
por parte de los alumnos, pone rumbo a Milán, ciudad que en esa época era una
de las sedes políticas del, ya conformado, Imperio de Occidente.
Su llegada, tiene dos vertientes, (1) una
política, ya que un amigo suyo, el cual ocupa un cargo en la corte imperial, lo
presenta para oficiar de consejero y letrado en la misma; y (2) el encuentro,
en esta ciudad, con el Obispo Ambrosio, quien lo lleva a internarse en la
lectura de algunas obras neoplatónicas, y, al mismo tiempo, mediante sus
charlas y sermones despierta su fe en el Dios cristiano.
La lectura de textos de Plotino y
Porfirio, lo enfrentan a una forma diferente, de la que mantenía, para
referirse y entender la divinidad. Justamente, entender y expresar era el
problema al que se enfrentaba un hombre cuando quería comprender verdades
aceptadas por la fe, la autoridad y la tradición, y, además verdades que
trataban sobre cuestiones difícilmente comprensibles. ¿Cuál es la naturaleza de
Dios?, ¿cómo surgió el mundo, si es que fue una acto de creación? ¿qué hacía
Dios antes de la creación? ¿cómo surgió el mal? ¿cómo se ajusta la providencia
divina y el libre albedrío del hombre?, y cuestiones más específicas dentro del
ámbito cristiano, ¿cómo se explica la trinidad de Dios? ¿cómo Dios pudo haberse
encarnado? ¿cómo puede darse la resurrección?
Sobre todas estas cuestiones,
Agustín, intentará dar algunas respuestas, apelando no sólo a la autoridad
canónica, sino también a esas autoridades paganas que leyó en Milán. Agustín no
desprecia el uso de la razón y sus artes, siempre y cuando no contradigan lo
dictado por la fe y la autoridad. De cualquier manera, mediante el uso de la
razón, el creyente puede perfeccionarse en su fe, o sea, comprender mejor a
través de las herramientas dadas por Dios, lo que el mismo Dios reveló.
Así, la religión cristiana, para él,
se convierte en filosofía, la filosofía cristiana, la verdadera filosofía (vera
religio). Esta forma de conexión entre una tradición filosófica asimilada
en el contexto cultural basal propio de la cultura helenístico-romana, y la fe
religiosa que se confiesa, ambas transmitidas en diferentes ámbitos desde la
niñez, es característica de una tendencia que se empieza a dar desde los
comienzos de la kerygma (predicación) cristiana. Esta tendencia de
conciliación e interconexión se muestra en los escritos de apologistas como
Justino, Atenágoras y Arístides de Atenas. Posteriormente, en el caldo de
cultivo intercultural de la Alejandría de los primeros siglos de nuestra era;
Clemente y Orígenes, proyectan una cierta institucionalización de la formación
del cristiano, del verdadero gnóstico cristiano: quien no reniega de su fe, la
cual está por encima de cualquier recurso argumentativo y retórico que pueda
contradecirla, pero, por sobre todo, tampoco reniega del uso de la razón para
hacer más clara y luminosa la verdad revelada. El hombre es una criatura
racional, propiedad dada por Dios, no por sí mismo.
El hombre está hecho a “imagen y
semejanza de Dios”. En el relato de la creación del Hombre en el libro del Génesis,
esta frase, como tantas otras de las Sagradas Escrituras, se presentan, a
nuestro entendimiento, oscuras y misteriosas. Agustín, influido por la
tradición alejandrina (particularmente, origeniana), asume las diferentes
lecturas que pueden hacerse del texto: una lectura literal (“carnal”), una
lectura moral y ejemplar, y una lectura más profunda (“espiritual”). En esta
última, se debe tomar el texto literal como una alegoría, la cual es necesario
interpretar, y para esto, el intérprete debe ser educado con miras a
perfeccionar los recursos de la razón (memoria, composición, división,
generalización, etc.). Esta es la filosofía como propedéutica al trabajo
interpretativo de las Escrituras; es la filosofía platónica (platonismo medio y
neoplatonismo) y ciertas nociones de la lógica aristotélica que preparan al
creyente en su camino a la gnosis. La meta es una fe robustecida y comprendida
por la gnosis.
Agustín, luego de su reconocimiento como
cristiano, y su bautismo, se reúne con allegados y amigos, entre ellos su
propio hijo Adeodato, en una zona campestre cercana a Milán, llamada Casicíaco.
En este lugar, se trazan las líneas de las primeras obras pequeñas (opusculum)
de Agustín, básicamente diálogos de fuerte contenido filosófico cristiano. Los
diálogos reflejan las reuniones que llevaban a cabo diariamente.
Entre el 386 y el 388, aproximadamente,
Agustín escribe:
“Sobre la vida feliz” (De Beata Vita)
“Contra los académicos” (Contra
academicos)
“Sobre la inmortalidad del alma” (De
inmortalitate animae)
“Sobre la dimensión del alma” (De
quantitate animae)
“Sobre el orden” (De Ordine)
“Soliloquios” (Soliloquiorum)
El De inmortalitate animae no es
un diálogo, sino un trabajo argumentativo divido en 16 capítulos.
* * *
Primera reflexión:
la pretensión de un criterio de verdad.
En todas estas obras, y en parte, en las
posteriores autobiográficas y dogmáticas, las cuestiones principales que trata
y que abarcan otras tantas cuestiones derivadas, son Dios y el alma. Así, lo
plantea en Soliloquios (el diálogo es entre Agustín y la Razón):
“R.– ¿Qué
quieres, pues, saber?
A.– Todo cuanto he pedido.
R.– Resúmelo brevemente.
A.– Deseo conocer a Dios y al alma.
R.– ¿Nada más?
A.– Nada más.”
A.– Todo cuanto he pedido.
R.– Resúmelo brevemente.
A.– Deseo conocer a Dios y al alma.
R.– ¿Nada más?
A.– Nada más.”
(Libro I, cap. II)
En este mismo capítulo, ya pone de
relieve la importancia de establecer criterios de conocimiento para pretender
avanzar en las respuestas, y, a su vez, se plantea el problema, muy al estilo
platónico, de fijar un grado de saber que permita asegurar que se ha llegado a
conocer lo que se busca. Pero, ¿cómo reconocer que llego a lo que busco, si no
tengo medida de comparación entre lo conocido con tal objeto de conocimiento
desconocido?
“A.–
Así opino; pero no veo el modo de conseguirlo. ¿Acaso conozco algo semejante a
Dios para poder decir: «tal como conozco esto, así quiero conocer a Dios»?
R.– Si todavía no conoces a Dios, ¿cómo sabes que no conoces nada semejante a Él?
A.– Porque si conociera algo semejante, lo amaría sin duda ninguna; y ahora sólo amo a Dios y al alma, dos cosas que ignoro.”
R.– Si todavía no conoces a Dios, ¿cómo sabes que no conoces nada semejante a Él?
A.– Porque si conociera algo semejante, lo amaría sin duda ninguna; y ahora sólo amo a Dios y al alma, dos cosas que ignoro.”
(Ibid)
Agustín, sobre ciertos fundamentos
platónicos, comienza a plantearse el problema de cómo conocer a Dios, y, a su
vez, al alma.
Primer
argumento:
Si reconozco que todavía no conozco
algo, es porque tengo algún indicio o alguna señal de lo que quiero conocer. Si
no, no podría reconocer lo que hasta ahora me resulta desconocido.
Primera
cuestión:
¿Dónde encuentro esa señal que me permite
establecer los criterios para conocer a Dios?
Segundo
argumento:
Si tomo como modelo de comparación
el conocimiento que tengo de las cosas, éste siempre me resultará insuficiente
(y, por lo tanto, será perfectible). Yo busco a Dios, la suma perfección.
Entonces, debo buscar un criterio de verdad que resulte suficientemente
evidente.
Segunda
cuestión:
¿Será posible conocer, más allá de
la simple creencia, a Dios, cuando no puedo conocer suficientemente a alguien
cercano a mí?
A.–
Porque no conozco a Dios como a Alipio, y tampoco estoy satisfecho de mi
conocimiento de éste.
R.– Mira bien, pues, si no será una insolencia querer conocer suficientemente a Dios, cuando no conoces a Alipio.
R.– Mira bien, pues, si no será una insolencia querer conocer suficientemente a Dios, cuando no conoces a Alipio.
(Ibid., cap. III)
El conocer a
Dios no es tarea simple, como así tampoco lo es el conocer al alma. Ya en las
primeras obras, Agustín destaca la firme relación de dependencia y de semejanza
entre Dios y el alma humana[1].
Firmemente, reflejado en las Sagradas Escrituras, la idea del Hombre ocupando
un puesto especial en la creación, y su posterior caída, hace a esta cuestión,
desde una mirada interpretativa profunda, un elemento esencial en la búsqueda
de la verdad.
El hombre posee cuerpo
y alma, y el alma es sede de la razón, y esa razón, también, es dada por Dios.
Con la razón puedo aspirar a lo superior e inmutable, por lo tanto con la razón
podemos generar ciencia con conocimientos verdaderos. El conocer lo verdadero,
aspirar a la verdad, es el fin del hombre sabio, y de esa manera respondían lo
exponentes de la corrientes filosóficas tradicionales (estoicas, epicúreas,
peripatéticas, neoplatónicas)
“Y del
alma, ¿qué me decís? -les pregunté-. ¿No tendrá sus alimentos? ¿No os parece
que la ciencia es su manjar?
-Ciertamente -dijo la madre-, pues de ninguna otra cosa
creo se alimente el alma sino del conocimiento y ciencia de las cosas.”
(De Beata Vita,
cap. II, 7)
Asimismo, entre estas corrientes,
con cierta fuerza en la vida filosófica de su tiempo, estaba la escéptica
romana, heredera de la nueva academia helenística de los últimos siglos antes de Cristo. Igualmente, el escepticismo
al que se remite, Agustín, y que de alguna manera lo marcó durante algunos años
de crisis, fue justamente el de la Nueva Academia de Carnéades y Arcesilao, y
no tanto la romana, por ejemplo, Enesidemo, Agripa o Sexto Empírico.
Seguramente, se deba a un escaso conocimiento del escepticismo de su época,
pero además una referencia continua al pensamiento de Marco Tulio Cicerón (ya
sea para apoyarse, como para refutarlo, o para reflexionar sobre algunas
cuestiones), y en este caso, a la crítica ciceroniana sobre la postura
escéptica.
A partir del capítulo IV en Soliloquios, Agustín comienza a hacer
referencia al problema planteado por el escepticismo con respecto a la
consecución de la verdad en nuestro conocimiento. Algo importante a destacar es
el giro que decide tomar, con respecto a ciertas nociones como la de sabio y
sabiduría; en este giro se muestra la ruptura necesaria que se da entre la
filosofía pagana y la “verdadera filosofía”. Tradicionalmente, el sabio puede
ser tomado de dos maneras, (1) el que busca la verdad, y su sabiduría está en
ser consciente de esa actitud de búsqueda –Sócrates, y en cierto modo,
Aristóteles- ; y (2) quien posee la verdad y una vida feliz –posturas helenísticas
positivas, y platonismo.
Agustín, discute la idea del status de sabio como quien posee la verdad,
por varias razones:
1 ¿Puedo, realmente, poseer la verdad? Los estoicos decían que la verdad
de un objeto puedo aprehenderla mediante un asentimiento firme de la razón,
basado en los datos aportados por los sentidos. La verdad es la correspondencia
entre una certeza íntima de la razón que asiente a los “fantasmas” de la
imaginación, y las cosas.
2 La verdad de algo, o sea, que yo pueda asumir algo como verdadero de
una forma objetiva, depende de mis vicisitudes sensoriales y mentales. Los
escépticos atacaron este punto; la pretendida objetividad se diluye en
criterios subjetivos. Para el escepticismo, el hombre no es medida de la
verdad, por tanto no queda posibilidad de proferir algún enunciado como
verdadero sin caer en la mera opinión, pero la ciencia no se construye con
opiniones, por lo tanto no es posible, por parte del hombre, generar ciencia.
Pero quien tendería a la ciencia es el sabio, no el hombre común, preso de la
ignorancia; entonces el sabio, consciente de la imposibilidad de la ciencia,
debe suspender todo juicio con pretensión de verdad.
3 Tradicionalmente, el sabio es quien aspira a una vida feliz, y su
camino es la búsqueda de la verdad. Cuando la posee, llega a la verdadera
felicidad, libre de temores y perturbaciones. Pero, si no hay criterio de
verdad posible sin caer en la subjetividad y la opinión, ¿cómo el sabio puede
ser feliz? Sin embargo, el sabio escéptico sí se dice que es feliz, ya que vive
en la ataraxia mediante la suspensión del juicio, sin afirmar ni negar
nada con certeza.
Agustín, encuentra aquí una contradicción, ya que verdad y felicidad son
parte de un mismo camino, la búsqueda de la verdad me acerca a ella y a su vez
a la vida feliz. No se puede ser feliz en la ignorancia, sólo es feliz quien
llega a la verdad.
“-Luego el
hombre no puede alcanzar la dicha -dijo Trigecio-. ¿Y cómo puede ser dichoso
sin lograr lo que tan ardientemente desea? Pero no; el hombre puede ser feliz,
porque puede vivir conforme a aquella porción imperial del ánimo, a que todo lo
demás debe subordinarse. Luego puede hallar la verdad. Y si no, repliéguese
sobre sí mismo y renuncie al ideal de la verdad, para que, al no poder
conseguirlo, no sea necesariamente desdichado.
-Pues ésa es cabalmente -repuso Licencio- la bienaventuranza del
hombre: buscar bien la verdad; eso es llegar al fin, más allá del cual no puede
pasarse. Luego el que con menos ardor de lo que conviene investiga la verdad,
no alcanza el fin del hombre; mas quien se consagra a su búsqueda según sus
fuerzas y deber, aun sin dar con ella, es feliz, pues hace cuanto debe según su
condición natural, Y si no la descubre, es defecto de la naturaleza.
Finalmente, como todo hombre por necesidad es feliz o desgraciado, ¿no
raya en locura el decir que es infeliz el hombre que día y noche se dedica a la
investigación de la verdad? Luego será dichoso.”
(Contra
académicos, Libro I, cap. III, 238)
Entonces, Agustín parece que retorna
a la idea del ideal del sabio como amante de la verdad, y no como poseedor, y
menos aún como negador de la misma. Pero como dice en el texto anterior, quien
busca, aspira a la verdad, y asume que puede llegar a ella, y eso ya lo hace
feliz, aunque no sea plenamente feliz.
Igualmente, no se olvida de las
críticas escépticas a las canónicas dogmáticas, y, como plantee anteriormente,
debe realizar un giro en lo concerniente a la definición de sabio. El sabio ya
no puede ser quien busca la verdad en el mundo exterior, en la naturaleza y el
orden social, ya que en esa relación de correspondencia entre el juicio y la
cosa, se mezclan elementos subjetivos y relativos.
El sabio sí es quien aspira a la
verdad y a una vida feliz, pero el modelo comparativo que establezca un criterio
firme de reconocimiento de la misma no puede ser nada relativo y mudable; y lo
existente en el mundo es relativo y mudable, o por lo menos, lo que el hombre
puede captar fuera de sí mismo así lo es (en términos puramente filosóficos).
Pero, términos teológicos, y así lo piensa y cree Agustín, todo fuera de mí, en
el mundo, es relativo y mudable.
Entonces, ¿hacia dónde debe
dirigirse el Hombre en su aspiración a la verdad? ¿dónde encuentra ese modelo
absoluto, criterio inmutable de la verdad de las cosas? Por supuesto, que es en
Dios. Si hay un modelo, un ejemplar bajo el cual todo se mida y compare, éste
debe ser único y eterno: Dios.
Fuera del conocido relato en el
Libro X de Confesiones, donde transmite cómo debe ser el camino que
realiza el sabio cristiano (o santo) para llegar a la Verdad (Dios) y así
llegar a la vida feliz o bienaventurada (beata vita), hay, ya, en estas
primeras obras algunas ideas interesantes, donde Agustín establece el giro
gnoseológico necesario para no caer en el escepticismo y en una teología
negativa.
“Deja, pues, a un lado tu pregunta, si te place, y discutamos entre los dos, con la mayor
sagacidad
posible, si puede hallarse la verdad. Por lo que a mí toca, tengo a mano muchos
argumentos que oponer a la doctrina de los académicos; nuestra diferencia de
opiniones se reduce a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede
descubrirse la verdad; en cambio, a mí me parece que puede hallarse. Pues el
desconocimiento de la verdad me es particular, si ellos fingían, o seguramente
es común a ellos y a mí.”
(Ibid., Libro II, cap. VI, 246)
En este texto, Agustín se refiere a
la postura asumida por los neoacadémicos en cuanto a la posibilidad de llegar a
emitir juicios probables o verosímiles con respecto a las cosas. Esto los
habilitaba a defender, asimismo, la toma de decisiones, sobre todo en el orden
práctico. Agustín piensa, si hay juicios verosímiles, lo son con respecto a
algo por lo cual remiten su semejanza, o sea la verdad. Esa verdad, como decía
él mismo, debe ser la Verdad, Dios.
Ahora, ¿cómo llegar a la misma? El
camino, tal como aparece, por ejemplo, en De Beata Vita (cap. I) y en Soliloquios
(Libro I, caps. VI-VIII), es el del hombre interior, el del yo íntimo, donde se
despliega, incomprensiblemente, el Espíritu divino.
La Verdad absoluta es Dios –el Verbo
en la dimensión trinitaria de la divinidad-, por tanto, la búsqueda del sabio
cristiano debe estar dirigida a la contemplación de Dios, o de su Inteligencia.
El Verbo es el ejemplar o modelo intelectual de las cosas, como forma seminal,
y, a su vez, es ejemplar de nuestras ideas sobre las cosas. Pero, la dicotomía
mundo-mente lleva a conclusiones estériles propias de la filosofía pagana, -a
no ser la filosofía neoplatónica que hace hincapié en el trayecto interior del
alma en la búsqueda de la Unidad. Las cosas como tales, no pueden aportar el
criterio de verdad, según las Escrituras son “huellas de Dios” (vestigia Dei),
vestigios de su Creación, pero en ellos no puede encontrarse a Dios.
El hombre a “imagen y semejanza” de
Dios, posee la razón y la voluntad para buscar a Dios en sí mismo. No
divinizando al hombre, sino entendiendo a él como participando del Verbo.
* * *
Segunda
reflexión: La primeras evidencias – imagen de la Trinidad en el hombre.
¿Cómo evidenciamos esta idea? ¿qué
señal, comprensible, tenemos sobre la necesidad de abordar el yo interior en la
consecución de la verdad?
El gran giro agustiniano se sustenta
en la evidencia autoconsciente, en la íntima e inmediata conciencia de ser (o existir).
No hay duda escéptica que pueda hacer tambalear esta verdad evidente, yo soy;
inclusive al poner en duda esta afirmación, debo asumir que estoy dudando, y
por lo tanto, estoy siendo. Me reconozco siendo, y entonces, confirmo que me
conozco. Y al conocerme siendo, quiero ser. Ser (soy), conocer (conozco) y
querer (amo) son estados del alma que me aportan evidencia irrefutable sobre mi
yo.[2]
Si bien, no hay referencias claras a
este descubrimiento en las primeras obras, es válido dar un ejemplo de lectura
en Confesiones (Libro XIII, 12), además que, sobre el mismo tema, encontramos
lecturas en Sobre la Trinidad (De Trinitate) y en La Ciudad de Dios
(Civitate Dei), escritas en los inicios del siglo V en Tagaste e Hipona:
“Cosas muy diferentes son estas tres de aquella Trinidad; mas dígolas
para que se ejerciten en sí mismos y prueben y sientan cuán diferentes son. Y
las tres cosas que digo son: ser, conocer y querer. Porque yo soy, y conozco, y
quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero ser y conocer.
Vea, por tanto, quien pueda, en estas tres cosas, cuán inseparable sea la vida,
siendo una la vida, y una la mente, y una la esencia, y cuán, finalmente,
inseparable de ella la distinción, no obstante que existe la distinción.
Ciertamente que cada uno está delante de sí; así que atienda a si y vea y
hábleme después. Y cuando hubiere hallado algo en estas cosas y hubiese
hablado, no por eso piense ya haber hallado aquello que es inconmutable sobre
todas las cosas, y existe inconmutablemente, y conoce inconmutablemente, y
quiere inconmutablemente.”
Esta certeza primera no indica que
hemos llegado a la Verdad, pero sí que el camino para su búsqueda es el
trayecto del alma. Se nos presenta con suma evidencia la existencia de la
verdad en nosotros, una imagen de la Verdad Suprema; hay algo en nosotros que nos permite juzgar, reflexionar
y entender las cosas inferiores, y de alguna manera, las superiores. Porque,
según él, la verdad no está en las cosas sensibles, pero por lo visto podemos
encontrarla en nuestro interior, en nuestra mente, porque al explorar nuestra
mente, descubriremos “que hay un orden espiritual que lleva la marca de
necesidad, inmutabilidad y eternidad.” [3]
Si bien, decía, que no hay alusiones
claras, todavía en estas obras, sobre la imagen trinitaria en nuestra alma, en Sobre
la inmortalidad del alma (De inmortalitate animae), Agustín al tiempo que
desarrolla algunos argumentos a favor de lo que transmite el título de la obra,
lleva a cabo un esbozo de lo que posteriormente tratará en obras de madurez:
“(…) Mas si, por el contrario, el alma recibe la existencia de aquella
esencia, es necesario buscar diligentemente qué cosa puede serle contraria que
le pueda quitar al alma la existencia que le otorga aquélla. ¿Cuál es, pues,
este ser? ¿Es acaso el error, porque aquélla es la verdad? ¡Cuánto puede dañar
al alma el error es evidente y claro! ¿Quizá puede más que engañarla? Pero
nadie que no viva se engaña. Por consiguiente, el error no puede destruir el
alma. Porque, si el error, que es contrario a la verdad, no puede arrancarle al
alma la existencia que le otorgó la verdad (en tan altísimo grado la verdad es
invencible), ¿qué otro ser se encontrará que arranque al alma aquello por lo
que es alma?”
(Cap. XI, 18)
Desde el capítulo I, trata la
relación entre la ciencia y el alma, si es que la primera está en el alma y no
en el cuerpo, y la ciencia es inmortal (ciencia en el sentido de conjunto de
relaciones o razones de orden fijas y universales), por tanto, dice, el sujeto
donde se da la misma debe serlo también, y este sujeto es el alma humana.
Asimismo, toma como argumento la relación de la razón misma con el alma.[4]
La rectitud del alma en el
conocimiento de una razón de orden entre las cosas, es una verdad. Decimos que
esta cosa o esta relación es verdadera, pero ¿cómo juzgamos el valor de verdad?
Estamos, nuevamente, ante la encrucijada escéptica. Pero, Agustín ya explicitó
la irrefutabilidad de la conciencia sobre sí misma. Toda reflexión del alma
lleva a captar inmediatamente su ser, su conocer, su querer, su engañarse, su
dudar, etc. Puedo dudar y poner en tela de juicio las opiniones y enunciados
sobre algo externo o interno a mí, pero la realidad misma de la autoconciencia,
no. Así como, tampoco, puedo poner en duda, dice, la impresión que recibo de
los sentidos, no hay exactitud ni error en la percepción misma, sino que lo hay
en la opinión y el juicio que emito sobre lo que percibo.
En estas ideas se aleja de la
tradición platónica, y ajusta más su perspectiva a las filosofías helenísticas.
Los sentidos, si bien, son una forma de conocer inferior al entendimiento y a
la contemplación, no por eso hay que desdeñarlos. Son necesarios para realizar
el trayecto de conocimiento de lo conocido a lo desconocido.
Nuestra alma está conformada por la
imaginación que aprehende en forma de imágenes mentales los datos sensoriales,
por tanto, hay una relación de dependencia entre la imaginación y el cuerpo.
Luego, encontramos a la razón (ratio scientiae), básicamente discursiva
y argumentativa, es la razón científica que hace uso de elementos de juicio que
permiten su rol de juzgar las imágenes mentales que recibo de las cosas. Juzgar
(medir, comparar, unir, dividir, etc.) la realidad, ¿con criterios externos a
mí? Si es así, caigo en la aridez problemática de la filosofía tradicional, si
los encuentro en mí, ¿deberé aceptar que toda verdad proveniente del juicio es
subjetiva? Pero hay evidencia en mí, en la que no cabe ninguna valoración
relativa ni subjetiva, por ejemplo, relaciones lógicas (principio de no
contradicción) o relaciones o razones matemáticas (2+2=4). Entonces, hay ideas
y relaciones en mi alma, de las que hago uso, que no pertenecen a la realidad
externa, pero sin embargo se aplican a ella, y éstas son inmutables.
“R.– ¿No es también evidente que del centro
de la esfera no se pueden trazar ni dos círculos iguales?
A.– La misma evidencia tengo de esa verdad.
R.– Y la línea y la esfera, ¿son cosas idénticas o diversas?
A.– Muy diversas.
R.– Si, pues, igualmente conoces ambas cosas y tanto difieren entre sí, según afirmas, luego hay una ciencia indiferente de cosas diferentes.
A.– ¿Quien lo niega?
R.– Tú lo has negado hace poco pues preguntándote cómo quieres conocer a Dios hasta decir basta, me respondiste que no podías explicarlo, por no conocer ninguna cosa con que se midiera el conocimiento de Dios, pues nada semejante a Él te ofrecía la ciencia. Ahora bien ¿la línea y la esfera son semejantes?
A.– ¿Quién dice eso?
R.– Pues yo no te he preguntado si conoces algo parecido a Dios, sino si conoces algo con una ciencia tan perfecta como la que quisieras tener de Dios. Lo mismo conoces la línea que la esfera, siendo cosas diferentes entre sí. Dime, pues, si te bastará conocer a Dios como conoces una esfera geométrica, esto es, con un conocimiento cierto y seguro.”
A.– La misma evidencia tengo de esa verdad.
R.– Y la línea y la esfera, ¿son cosas idénticas o diversas?
A.– Muy diversas.
R.– Si, pues, igualmente conoces ambas cosas y tanto difieren entre sí, según afirmas, luego hay una ciencia indiferente de cosas diferentes.
A.– ¿Quien lo niega?
R.– Tú lo has negado hace poco pues preguntándote cómo quieres conocer a Dios hasta decir basta, me respondiste que no podías explicarlo, por no conocer ninguna cosa con que se midiera el conocimiento de Dios, pues nada semejante a Él te ofrecía la ciencia. Ahora bien ¿la línea y la esfera son semejantes?
A.– ¿Quién dice eso?
R.– Pues yo no te he preguntado si conoces algo parecido a Dios, sino si conoces algo con una ciencia tan perfecta como la que quisieras tener de Dios. Lo mismo conoces la línea que la esfera, siendo cosas diferentes entre sí. Dime, pues, si te bastará conocer a Dios como conoces una esfera geométrica, esto es, con un conocimiento cierto y seguro.”
(Soliloquios,
Libro I, cap. IV)
Primero, hay evidencias
autorreflexivas que no admiten duda alguna, segundo, hay relaciones inmutables
que admito en mi alma y que las puedo recordar cuando quiera, no sin cierta dificultad,
y hacer uso de ellas. Dios es lo absolutamente perfecto y grandioso, fuente de
la Verdad y de la Bondad, Sumo ejemplar y creador de todo lo existente; Dios no
puede estar en nosotros, pero, como dice la autoridad, sí nosotros ser su
imagen. Agustín, entiende esto, como participación de nuestra alma o espíritu
en el Espíritu de Dios como dador de vida, participación en el Verbo como dador
de orden y relación, y participación en Dios absoluto como esencia pura.
Primeras evidencias, de que el camino
de retorno hacia la Unidad y Verdad absoluta (redeat ad Deum) es el
hombre interior, es la autoconciencia irrefutable. Esta idea va a influir mucho
el pensamiento medieval, desde una perspectiva particularmente asociada a un
realismo gnoseo-ontológico. Perspectiva que, si bien, busca explicar el ser de
las cosas, hay “una tendencia
señaladísima a reducir la existencia de una cosa a su esencia, y a responder a
la pregunta ¿qué es, para una cosa, ser?, con la respuesta ¿es ser lo que es?”[5].
Por otra parte, la evidencia inmediata, la intuición intelectual, es garantía
de verdad. Con la llegada de las obras físicas y metafísicas de Aristóteles a
la Europa del siglo XII, y su posterior asimilación, la evidencia intuitiva
deja de ser garantía de verdad, aunque sí de saber que algo es (aprehensión
inmediata del ser existente), pero no qué es (aprehensión mediata de la esencia
o quididad); pero para esto, va a ser necesaria una progresiva distinción entre
esencia y existencia (filosofía árabe). Esa garantía de verdad pasará al ámbito
del juicio y la reflexión.
* * *
Tercera
reflexión: La Verdad como ejemplar en cada hombre.
Dios es la Suma Verdad, porque todo
es por Él, y todo lo que es, es verdadero en sí mismo. Cada cosa creada no es
la verdad, sino que es verdadero por provenir de la Verdad (Orden,
Inteligencia).
“A.– Pues eso digo y así
defino, sin temor a que mi definición sea rechazada por demasiado breve. La
verdad me parece que es «lo que es».
R.– Nada, pues, habrá falso, pues todo lo que es, es verdadero.”
R.– Nada, pues, habrá falso, pues todo lo que es, es verdadero.”
(Soliloquios, Libro II, cap. V)
Si todo lo que es, es verdadero,
entonces no existe el error. En sentido puramente ontológico no hay error, las
cosas son, y son al participar en su esencia y existencia de algo superior.
Para Agustín, hay gradaciones del ser (elemento que luego tomará como argumento
Anselmo de Canterbury), hay diversidad y multiplicidad, pero no error en la
creación. El error se da en el juicio de la razón, y el camino de búsqueda de
la verdad que hace el hombre debe realizarse como dilucidación y purificación
de su propia actividad interior para alcanzar la contemplación del ejemplar
absoluto, la Verdad divina, acceso a la vida feliz y eterna.
“Mas
si así buscamos lo contrario a la verdad, no en cuanto es verdad, sino en
cuanto existe suma y supremamente, aunque esto mismo lo es en tanto en cuanto
es verdad, ya que la llamamos verdad porque por ella son verdaderas todas las
cosas en la medida en que existen, y en tanto existen en cuanto son verdaderas;
sin embargo, porque se me presente esto tan evidente, de ningún modo eludiré el
problema. En efecto, si ninguna esencia en cuanto es esencia tiene algo
contrario, mucho menos tiene contrario aquella primera esencia, que se llama
verdad, en cuanto es esencia. Lo primero es verdadero; efectivamente toda
esencia no es esencia por otra cosa sino porque es. El ser no tiene como
contrario sino el no ser, por lo cual nada hay contrario a la esencia. Luego de
ningún modo cosa alguna puede ser contraria a aquella sustancia que es
absolutamente suprema y primera. De parte de la cual si el alma posee aquello
mismo por lo que ella es, -porque esto que el alma no lo tiene de sí misma, no
lo puede tener de otra parte sino de aquel ser que por esto mismo es más
perfecto que el alma- no hay ser por cuya causa lo pierda, porque no hay ningún
ser contrario a ese ser por el que lo tiene; y por eso, no deja de
existir. La sabiduría empero, porque la tiene por conversión hacia aquello de
lo que procede, la puede perder por separación. Porque la separación es
contraria a la conversión. Pero aquel ser que participa de aquél al que ninguna
cosa es contraria, no tiene ninguna posibilidad por la que pueda perderlo. En
consecuencia el alma no puede perecer.”
(Sobre la inmortalidad del alma, Cap.
XII, 19)
Aquí, reafirma la diferencia y
dependencia entre la verdad relativa y la Verdad (Dios). Una puede tener su
contrario, el error o la falsedad, por ser, justamente, relativa. Esta verdad
es comparable, cotejable, y también juzgable. La otra, es única y absoluta, es
el criterio superior desde el cual todas las verdades son cotejadas.
El ser mismo de cada cosa proviene
de Dios, de su Esencia y Verdad, por eso dice, que no hay ser que pueda
arrebatar el alma a algo, ya que no hay contrario para quien da vida a todo ser
(o sea, quien da el alma a cada ser). Empero, realidades que, concretamente, en
el ser humano, dependen del acto voluntario y están sujetas a la naturaleza del
libre albedrío, tal como la sabiduría, sí pueden tener su contrario, ya que en
este caso, la sabiduría se da por conversión o retorno del ser a su fuente.
El mismo libre albedrío es parte del
ser dado por Dios al hombre, por tanto no tiene contrario y nada puede
arrebatárselo. Pero, sí puede tener su contrario la actividad voluntaria de
realizar acciones conforme a Dios (participando de la Bondad).
* * *
Cuarta reflexión: El símil de la visión y la luz.
La metáfora de la visión y de la luz
para explicar, de una forma didáctica, la relación entre conocimiento humano y
la verdad, proviene de la filosofía antigua. Platón la utiliza más de una vez,
sobre todo en el diálogo República. De cualquier manera, el significado
mismo de teoría como actividad intelectual (theorein) es,
aproximadamente, ver con la mente, contemplar con la mente, y ésta significación
se rescata ya en la filosofía presocrática.
El neoplatonismo hace uso de este
símil para poder explicar la idea de emanación desde el Uno (Unidad absoluta)
hacia los seres múltiples, particulares y sensibles, o, en otras palabras, para
explicar el despliegue de la Unidad. La necesidad de explicar la unidad
inherente a todo lo que es, y no de una manera dicotómica, lleva a relacionar
visualmente la gradación del ser en términos de mayor o menor luminosidad
proveniente del acercamiento o alejamiento ontológico de la fuente primordial y
basal (“la luz” o “el sol”).[6]
Agustín, como ha sido planteado,
fiel a la imagen trinitaria, descubre en el conocimiento humano ciertos niveles
conexos y jerárquicos: la percepción sensible, la razón (ratio scientiae),
y la sabiduría (ratio sapientiae).[7]
Ante esto, él mismo aplica el símil citado anteriormente: el alma racional, la
capacidad de razonar, la razón que juzga las cosas, la intuición de las ideas
ejemplares con las cuales juzgo, la ascensión sapiencial hacia el Verbo de
Dios, tienen su imagen correspondiente en el ojo, la capacidad de ver, el
mirar, y el ver o contemplar. A su vez, la potencia de Dios de quien depende
todo, se asume como necesaria para el acercamiento a él; este poder de la
Bondad de Dios hacia el hombre, es la Iluminación.
“R.– Es razonable tu interés. Pues te promete la razón, que
habla contigo, mostrarte a Dios como se muestra el sol a los ojos. Porque las
potencias del alma son como los ojos de la mente; y los axiomas de las ciencias
se asemejan a los objetos, iluminados por el sol para que puedan ser vistos,
como la tierra y todo lo terreno. Y Dios es el sol que los baña con su luz. Y
yo, la razón, soy para la mente como el rayo de la mirada para los ojos. No es
lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que ver. Luego el alma necesita tres
cosas: tener ojos, mirar, ver. El ojo del alma es la mente pura de toda mancha
corporal, esto es, alejada y limpia del apetito de las cosas corruptibles. Y
esto principalmente se consigue con la fe; porque nadie se esforzará por
conseguir la salud de los ojos si no la cree indispensable para ver lo que no
puede mostrársele por hallarse inquinada y débil. Y si cree que realmente,
sanando de su enfermedad alcanzará la visión, pero le falta la esperanza de lograr
la salud, ¿no es verdad que rechazará
todo remedio, resistiéndose a los mandatos del médico?”
(Soliloquios, Libro I, cap. VI)
Si bien, la idea de emanación
neoplatónica, ni la de construcción necesaria a partir de elementos
preexistentes (Timeo platónico), no es aceptada por la verdadera
filosofía de Agustín, éste aplica el símil de la luminosidad para hacer
entender el influjo de Dios sobre las cosas creadas, la diversidad ontológica
(seres sensibles, seres espirituales), y la idea de que las criaturas
participan de un eterno y único ejemplar superior.
Esta luminosidad define y forma las
cosas según la naturaleza dada. En el hombre, en un sentido espiritual, esa
luminosidad trasunta en iluminación interior, en la posibilidad que tiene el
hombre, no por sí mismo, de poder contemplar lo que está en su interior y que
intentó descubrir con todas sus herramientas, pero le falta la luz de la Verdad
para poder contemplar. El hombre por sí solo, por ser ente relativo como las
demás criaturas, no puede traspasar la frontera de la visión espiritual de Dios
y de sus ideas o arquetipos. Es necesaria la iluminación divina; un
alumbramiento superior, ya que “la sapientia humana incluye necesariamente
esta iluminación.” [8]
También,
Aristóteles utiliza el ejemplo de la visión y la luz para tratar la cuestión
del intelecto, comparándolo con la potencia sensible y la capacidad de ver.
Dice que así como necesitamos la luz para que se hagan visibles los colores y
formas de las cosas que queremos percibir, y eso permite que sean percibidas,
también, el intelecto o razón necesita de cierta potencia activa y externa para
permitir la intelección. Ahora bien, Aristóteles no se adhiere a ninguna
resolución teológica del asunto, ni habla de iluminación divina, aunque
relecturas del Estagirita desde una perspectiva neoplatonizante y religiosa
(como en el caso de algunos falasifa árabes, por ejemplo Avicena o Ibn
Sina) aceptan la idea del intelecto agente como un iluminador externo.
Volviendo
a Agustín, como se ha dicho, mantiene la idea de una Verdad absoluta a la que
debe tender el hombre para la vida feliz, así como tender a la Bondad divina
mediante decisión en las acciones. Todo lo creado es verdadero por ser, y lo es
por un ser que es Verdad y Bondad, entonces no hay nada en la creación que sea
falso. Nada de lo dado en esencia directamente por Dios es falso (porque lo
absoluto no admite contrario), ahora si algo de la naturaleza dada implica
cierta libertad, como en el hombre, nos encontramos con la realidad de los
contrarios: libre albedrío (posibilidad de lo bueno o lo malo), conocimiento
(posibilidad de lo verdadero o lo falso). Entonces, para el hombre, el acceso a
la verdad es una búsqueda, un trayecto de lo conocido a lo desconocido.[9]
Este
trayecto en términos metafóricos, implica la preparación de los “ojos” (mente)
y estar capacitado para “mirar” lo inmaterial y superior. Para eso, se debe
liberar al alma de obstáculos corporales (emociones, pasiones) que la
desestabilicen. No es negar las emociones, sino dominarlas con el juicio de la
razón y con miras al fin deseado.
Al estar
capacitado para “mirar”, el alma puede hacerlo con las ideas abstractas que
abundan en la memoria. Pero “mirar” no es lo mismo que “ver o contemplar”, es
necesario para lo último, cierta disposición especial hacia el objeto –en
términos cristianos, caridad o amor hacia ese objeto último que es Dios.
“R.– La mirada del alma es la razón; pero
como no todo el que mira ve, la mirada buena y perfecta, seguida de la visión,
se llama virtud; así, la virtud es la recta y perfecta razón. Con todo, la
misma mirada de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no permanecen
las tres virtudes: la fe, haciéndole creer que en el objeto de su visión está
la vida feliz; la esperanza, confiando en que lo verá, si mira bien; la
caridad, queriendo contemplarlo y gozar de él. A la mirada sigue la visión
misma de Dios, que es el fin de la mirada (no porque ésta cese ya, sino porque
no hay más que mirar). Esta es la verdadera y perfecta virtud: la razón que
llega a su fin, premiada con la vida feliz. Y la visión es un acto intelectual
que se verifica en el alma como resultado de la unión del entendimiento y de
objeto inteligible, lo mismo que para la visión ocular concurren el sentido y
el objeto visible, y ninguno de ellos se puede eliminar, so pena de
anularla.”
(Ibid.)
El fin de conocimiento de Dios, de
la Verdad, es alcanzar el máximo peldaño que pueda llevar adelante el hombre, y
así en su propia perfección llegar a la vida feliz, que incluye la vida ultraterrena,
por eso, en el texto anterior y en el
capítulo siguiente, Agustín hace hincapié en virtudes espirituales que
deben acompañar a las virtudes éticas y teóricas: la fe, la esperanza, y la
caridad.
La virtud es “la recta y perfecta
razón”, y la virtud permite llegar a la verdad o sea a la rectitud de
nuestros juicios sobre las cosas. La verdad es la rectitud de la razón en
correspondencia al objeto de conocimiento. La virtud se logra a través del
reconocimiento de las ideas ejemplares (bondad, verdad, belleza, igualdad,
etc.) que permiten juzgar la realidad. Ese reconocimiento, mediado por la
iluminación, acerca al alma a su propia naturaleza, y a reconocer que es imagen
de Dios y que en ella están las imágenes de las ideas divinas.
Se puede decir, que el trayecto del
conocimiento es un continuo auto-reconocimiento del alma, descubriendo en sí
misma, a partir de lo conocido, lo desconocido o “visualmente” oculto al alma.
La contemplación de la Verdad misma, Dios, se permite luego de una “curación de
los ojos” del alma, y en la misma contemplación el alma misma se trasciende en
su visión, situación ésta que, para Agustín sólo puede suceder fuera de esta
vida terrenal.
La Verdad de Dios es eterna e inmutable; la verdad humana es
la rectitud de la razón dirigida hacia su objeto; lo verdadero es el objeto
comprendido por la recta razón. La verdad es perfectible, pero es inmortal como
el alma (argumentos del De inmortalitate animae), ya que la verdad no
perece luego que el objeto verdadero desaparece (Soliloquios, Libro II,
cap. II).
* * *
Quinta
reflexión: el camino hacia la verdad. Relación
entre verdad, error y semejanza.
En nuestra mente, la opinión dada
mediante un enunciado acerca de un objeto, puede tender a la verdad, si es que
el juicio toma como modelo a las ideas innatas (imágenes de las ideas divinas),
y se ajusta rectamente al ser del objeto. Un juicio erróneo es un juicio que se
aleja del modelo o ejemplar inmutable que se hace imagen en el alma. Asimismo,
un juicio erróneo es el juicio que no expresa lo que el objeto (o cosa) es.
Algo es lo que es (su esencia: una
esencia creada), y no lo que se le asemeja, o lo que me parece. Por esto, para
Agustín, los sentidos me aportan datos necesarios para conectarme con la
realidad sensible, pero ésta es cambiante y mudable. La “mirada” interior del
alma apunta a la pretensión de conocer la realidad de una forma objetiva
(ciencia), ya que la “forma a priori” de la objetividad gnoseológica está en
las ideas ejemplares en mi interior, las cuales permiten descubrir la
correspondencia con el ser de las cosas (formas o esencias).
Hay, por su parte, una crítica
fuerte a la tendencia a configurar la verdad en relación a la semejanza o al
parecer. Esta crítica apunta a las desviaciones que pueden darse en nuestra
percepción sensible con respecto a los objetos, y el entender lo semejante y
desigual como igual. Así, en los sueños puedo percibir alguien que es hombre X
pero no es el verdadero hombre X, sino uno semejante, y en este caso inferior
(no tiene existencia subsistente). También, un ser puedo percibirlo, en sueños,
con otra forma distinta a la real.
Por otro lado, estando despierto
también puede suceder que dos cosas distintas, me parezcan por su gran
semejanza, iguales. Debería poder aceptar que una pintura sobre un determinado
objeto no es el objeto mismo, tal como la imagen en el espejo no es el objeto
mismo, sino semejante y, por tanto, es falso.
“R.– Llamamos también falso árbol al
pintado, y falsa la cara reflejada en el espejo, y falso el movimiento de las
torres vistas cuando se navega, y falsa la rotura de un remo en el agua; todas
esas cosas se llaman falsas por ser semejantes a las verdaderas.”
(Soliloquios,
II, 6)
Según Agustín, la semejanza de las
cosas “en lo que toca a los ojos, es origen
de la falsedad.”[10] La verosimilitud es origen de la
falsedad, y esta verosimilitud surge por la percepción del alma, y, por otro
lado, de la experiencia sobre las semejanzas en la naturaleza. Esta
verosimilitud se “disfraza” de verdad, en la relación de cosas desiguales,
juzgándolas como iguales; o ambas verdaderas, cuando una es verdadera y la otra
es falsa, motivando el error en nuestro juicio.
Resulta interesante ver como Agustín
se enfrenta a las conclusiones escépticas. Pero sin caer por ello en un
razonamiento ingenuo sobre la pretensión de verdad. Así, hecha mano a las
propia duda para poner en tela de juicio cierto status de enunciados que pueden
pecar de engaño o de error y falsedad. No es una postura escéptica metódica,
pero asume que hay que establecer claramente las posibles fuentes de error en
nuestra alma, para así avanzar en la ciencia y sabiduría. Esta duda es la misma
que le brindó confirmación de que soy alguien existente y que sé que soy ese
alguien (fallum, ergo sum).
La solución escéptica, nuevamente,
es combatida por Agustín. El único garante de la ciencia es la verdad. Y la
verdad de las cosas alcanzada con el trabajo de la razón, si bien no es fin
último del hombre, sí es garantía de la ascensión progresiva hacia la esperada
contemplación de Dios.
* * *
Bibliografía.
AGUSTÍN
de Hipona, San: Obras. Ed. Católica, 1946.
COHRANE,
C. N.: Cristianismo y cultura clásica. FCE, Bs As, 1949.
GARRIDO,
Juan José: El pensamiento de los Padres de la Iglesia, Akal, Madrid, 1997.
GILSON,
Etienne: Dios y la filosofía. Emecé, Bs As, 1945.
Prof. Nicolás Moreira Alaniz
Docente de Historia de la
Filosofía Medieval
Dep. de Filosofía – Instituto de Profesores
“Artigas”
2012
[1]
E. Gilson dice: “Si la verdad es divina,
y el hombre no es dios, no debe el hombre poseerla. Pero, como sin embargo, la
posee, el único modo que encuentra San Agustín para explicar la paradójica
presencia de la verdad inteligible, que es divina, en el hombre, que no es
dios, consiste en considerar al hombre como conocedor de ella a la luz
permanente de una verdad supremamente inteligible y subsistente por sí, es
decir, a la luz de Dios.” (Dios y la filosofía, II, p. 77).
[2] COCHRANE,
C., XI, p.399.
[3] GARRIDO, J.
J., V, p. 79.
[4] Argumento
similar en Soliloquios, II, 13.
[5] GILSON, E.,
II, p. 80.
[6]
En la perspectiva plotiniana, el acceso contemplativo a la Unidad implica un
estado extático en el cual el alma se diluye en el absoluto, es la pérdida del
yo. En la visión agustiniana, el alma llega a la contemplación de Dios sin
perder su naturaleza; la resolución es un acceso contemplativo racional y no
una pérdida de sí. Es interesante ver como intenta dar solución a este tema,
Juan Escoto Erígena en el Periphyseon
(I, 450B-451B).
[7] Ibid. 2, pp. 402-403.
[8] Ibid. 3, p. 80.
[9]
El camino hacia la verdad está, como vimos, definido en tres niveles necesarios
(percepciones sensibles, razón científica, y sabiduría). Asimismo, hay tres
estados del alma racional que deben darse para llegar a la verdad de algo: la
atracción hacia un objeto (suggestio),
la disposición hacia la verdad de ese objeto (cupiditas), y el asentimiento ante la verdad de ese objeto (consensio rationis). Ibid., p. 434.
[10]
Soliloquios, II, 6.
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