Fragmentos de texto de Proemio de “El Salvador del
Error” (Al- Munqid min al-dalal) de Algacel (Abu Hammid
al Ghazali) 1058-1111
Trad. Emilio Tornero – Edit. Trotta, Madrid, 2013.
Proemio
del citado libro donde Al Ghazali expone sus meditaciones sobre la naturaleza y
alcance del conocimiento humano, y el proceso de búsqueda de la Verdad, el cual
luego del análisis y crítica exhaustiva de los dogmas imperantes (kalam
ortodoxo, fálsafa, misticismo si’í, espiritualismo sufí) concluye
la necesidad de transitar un camino coherente entre teoría y práctica, entre
saber y vivir, el “degustar” la verdad (a la manera sufí) y no solo
inteligirla.
La primera parte, recuerda, en ciertos pasajes, a la duda metódica
cartesiana, si bien desde diferentes contextos e intereses, pero con un sentir
y profundidad en común.
No he dejado a ningún
esotérico sin querer asomarme a su doctrina, ni a un literalista sin desear
conocer el resultado de su creencia, ni a un filósofo sin intentar saber el culmen
de su Filosofía, ni a un teólogo sin esforzarme por examinar el límite máximo
de su Teología y de su dialéctica, ni a un sufí sin estar ávido de dar con el
secreto de su sufismo, ni a un piadoso sin observar qué resulta de sus actos de
devoción, ni a un incrédulo negador de Dios sin espiar más allá para
apercibirme de los motivos de su osada postura.
La sed por conocer las
verdaderas naturalezas de las cosas ha sido mi costumbre y mi hábito desde un
principio y desde la flor de mi vida. Ha sido como un instinto y como una
predisposición innata puesta por Dios en mi naturaleza, no debida a elección o
a industria mía, para que se me desatara el nudo de la imitación ciega y para
que se me resquebrajaran las creencias heredadas, y ello en un tiempo todavía
cercano a la niñez, pues vi que los niños de los cristianos solo se desarrollan
en el seno del cristianismo, los niños de los judíos en el judaísmo y los de
los musulmanes en el Islam, y oí la tradición que se narra del Mensajero de
Dios que dice: “Todo niño nace en un estado de naturaleza pura, son sus padres
los que hacen de él un judío, un cristiano o un zoroastra”.
Por ello mi ánimo me movió a
buscar la verdadera naturaleza originaria, la verdad de las creencias que
provienen de seguir ciegamente a los padres y maestros y el discernimiento
entre estas creencias recibidas cuyos principios son dictados desde fuera del
propio individuo y en los que hay divergencias respecto a la distinción entre
lo verdadero y lo falso.
Me dije entonces:
“Primeramente debo buscar el conocimiento de las verdaderas naturalezas de las
cosas, pero para ello es preciso buscar la verdadera naturaleza del
conocimiento, ver en qué consiste este”.
Se me presentó entonces como
evidente que el conocimiento cierto es aquel en el que se descubre lo conocido
de un modo que no deja lugar a dudas, no es compatible con la posibilidad de
error ni de ilusión y no puede la mente suponer siquiera tal eventualidad. Al
contrario, la seguridad de que no habrá error debe estar unida a la certeza que
si alguien desafiara para mostrar el error, por ejemplo, con la conversión de
las piedras en oro y del bastón en serpiente, este hecho no debería producir
duda ni negación de dicha certeza.
Así, conociendo que diez es
más que tres, si alguno me dijere: “No, es al revés, tres es más que diez y
como prueba de ello transformaré este bastón en serpiente”, y lo transformase
efectivamente siendo yo testigo de tal cosa; no debería dudar, sin embargo, de
mi conocimiento por ese motivo y no debería resultar de aquello más que mi
admiración ante aquel poder suyo, pero sin dudar en absoluto de lo que conozco.
(...)
Escudriñé a continuación mis
saberes y me encontré desprovisto de un conocimiento que pudiera ser descrito
de esta manera, a no ser relativo a los datos sensibles y a los primeros
principios (...)
No obstante, era preciso, en
primer lugar, probarlos a estos también para cerciorarme de si mi confianza en
los datos sensibles y mi seguridad de estar a salvo de error en los primeros
principios era del mismo género que la que tenía anteriormente en las cosas a
las que seguí ciegamente (...)
¿Cómo voy a confiar en los
datos sensibles cuando el más seguro es el que procede del sentido de la vista
y siendo así que esta, cuando contempla una sombra, la ve quieta e inmóvil y
juzga que no hay movimiento?. Sin embargo, luego, al cabo de un tiempo,
mediante una comprobación visual, reconoce que se ha movido, y que no lo hizo,
desde luego, de golpe, sino gradualmente, muy poquito a poco, de manera que la
sombra no estuvo nunca en estado de reposo. Igualmente, la vista mira una
estrella y la ve pequeña, del tamaño de un dinar, pero las demostraciones
geométricas prueban que es de un tamaño mayor que el de la Tierra.
Sobre estos y otros datos
sensibles semejantes decide el árbitro del sentido, mas el árbitro de la razón
lo declara falso y engañoso de un modo que no admite apelaciones. (...)
Pero los datos sensibles
objetaron: “¿Qué garantía tienes de que tu confianza en los primeros principios
no sea como la que tenías en los datos sensibles?, pues te fiabas de nosotros,
pero vino el árbitro de la razón y nos declaró falsos. (...) Quizá más allá de
la percepción de la razón haya otro árbitro que cuando aparezca, declare falso
el juicio de la razón de la misma manera que apareció el árbitro de la razón y
declaró falso el juicio del sentido... El que esa otra percepción más allá de
la razón no haya aparecido no prueba que sea imposible su existencia”.
Me quedé entonces un tiempo
sin saber qué responder y el ejemplo del sueño afirmó aún más mi perplejidad,
pues me dije: “¿No me veo en sueños dando crédito a una serie de cosas e
imaginando situaciones, creyéndolo todo firme y decididamente, sin dudar, y
luego cuando despierto, me doy cuenta de que todas aquellas cosas a las que daba
crédito no tienen ningún fundamento ni valor? ¿Qué garantía tengo de que todo
aquello a lo que doy crédito por medio del sentido o de la razón estando
despierto sea verdadero en relación al estado en el que estoy?, pues es posible
que me sobrevenga un estado cuya relación a mi estado de vigilia sea como mi
vigilia a mi sueño ...”.
Cuando me sobrevinieron estos pensamientos y prendieron
en mi alma, intenté poner remedio, pero no me resultó fácil, puesto que no
podía rechazarlos si no era recurriendo al raciocinio y no era posible mantener
en pie el raciocinio si no era a partir de la combinación de los primeros
principios, mas como la probidad de estos no era indiscutible, resultaba
imposible, por consiguiente, establecer el raciocinio.
Se agravó, pues, esta
enfermedad y pasé cerca de dos meses en un estado de escepticismo, ... hasta
que Dios me curó de aquella enfermedad y recobré la salud y el equilibrio
volviendo a aceptar los primeros principios en la confianza de que estaban a
salvo del error y de que había certeza en ellos.
Este hecho no fue fruto de un
raciocinio ordenado ni de un discurso metódico, sino de una luz que Dios puso
en mi pecho, luz que es la llave de la mayor parte de los conocimientos. Aquel
que cree que el desvelamiento de la verdad se realiza por medio de
argumentaciones precisas y exactas anquilosa la inmensa misericordia divina.
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