martes, 3 de febrero de 2015

Fragmentos de texto de Proemio de “El Salvador del Error” (Al- Munqid min al-dalal) de Algacel (Abu Hammid al Ghazali)  1058-1111

Trad. Emilio Tornero – Edit. Trotta, Madrid, 2013.



Proemio del citado libro donde Al Ghazali expone sus meditaciones sobre la naturaleza y alcance del conocimiento humano, y el proceso de búsqueda de la Verdad, el cual luego del análisis y crítica exhaustiva de los dogmas imperantes (kalam ortodoxo, fálsafa, misticismo si’í, espiritualismo sufí) concluye la necesidad de transitar un camino coherente entre teoría y práctica, entre saber y vivir, el “degustar” la verdad (a la manera sufí) y no solo inteligirla.
La primera parte, recuerda, en ciertos pasajes, a la duda metódica cartesiana, si bien desde diferentes contextos e intereses, pero con un sentir y profundidad en común. 



No he dejado a ningún esotérico sin querer asomarme a su doctrina, ni a un literalista sin desear conocer el resultado de su creencia, ni a un filósofo sin intentar saber el culmen de su Filosofía, ni a un teólogo sin esforzarme por examinar el límite máximo de su Teología y de su dialéctica, ni a un sufí sin estar ávido de dar con el secreto de su sufismo, ni a un piadoso sin observar qué resulta de sus actos de devoción, ni a un incrédulo negador de Dios sin espiar más allá para apercibirme de los motivos de su osada postura.

La sed por conocer las verdaderas naturalezas de las cosas ha sido mi costumbre y mi hábito desde un principio y desde la flor de mi vida. Ha sido como un instinto y como una predisposición innata puesta por Dios en mi naturaleza, no debida a elección o a industria mía, para que se me desatara el nudo de la imitación ciega y para que se me resquebrajaran las creencias heredadas, y ello en un tiempo todavía cercano a la niñez, pues vi que los niños de los cristianos solo se desarrollan en el seno del cristianismo, los niños de los judíos en el judaísmo y los de los musulmanes en el Islam, y oí la tradición que se narra del Mensajero de Dios que dice: “Todo niño nace en un estado de naturaleza pura, son sus padres los que hacen de él un judío, un cristiano o un zoroastra”.

Por ello mi ánimo me movió a buscar la verdadera naturaleza originaria, la verdad de las creencias que provienen de seguir ciegamente a los padres y maestros y el discernimiento entre estas creencias recibidas cuyos principios son dictados desde fuera del propio individuo y en los que hay divergencias respecto a la distinción entre lo verdadero y lo falso.
Me dije entonces: “Primeramente debo buscar el conocimiento de las verdaderas naturalezas de las cosas, pero para ello es preciso buscar la verdadera naturaleza del conocimiento, ver en qué consiste este”.

Se me presentó entonces como evidente que el conocimiento cierto es aquel en el que se descubre lo conocido de un modo que no deja lugar a dudas, no es compatible con la posibilidad de error ni de ilusión y no puede la mente suponer siquiera tal eventualidad. Al contrario, la seguridad de que no habrá error debe estar unida a la certeza que si alguien desafiara para mostrar el error, por ejemplo, con la conversión de las piedras en oro y del bastón en serpiente, este hecho no debería producir duda ni negación de dicha certeza.
Así, conociendo que diez es más que tres, si alguno me dijere: “No, es al revés, tres es más que diez y como prueba de ello transformaré este bastón en serpiente”, y lo transformase efectivamente siendo yo testigo de tal cosa; no debería dudar, sin embargo, de mi conocimiento por ese motivo y no debería resultar de aquello más que mi admiración ante aquel poder suyo, pero sin dudar en absoluto de lo que conozco. (...)

Escudriñé a continuación mis saberes y me encontré desprovisto de un conocimiento que pudiera ser descrito de esta manera, a no ser relativo a los datos sensibles y a los primeros principios (...)
No obstante, era preciso, en primer lugar, probarlos a estos también para cerciorarme de si mi confianza en los datos sensibles y mi seguridad de estar a salvo de error en los primeros principios era del mismo género que la que tenía anteriormente en las cosas a las que seguí ciegamente (...)
¿Cómo voy a confiar en los datos sensibles cuando el más seguro es el que procede del sentido de la vista y siendo así que esta, cuando contempla una sombra, la ve quieta e inmóvil y juzga que no hay movimiento?. Sin embargo, luego, al cabo de un tiempo, mediante una comprobación visual, reconoce que se ha movido, y que no lo hizo, desde luego, de golpe, sino gradualmente, muy poquito a poco, de manera que la sombra no estuvo nunca en estado de reposo. Igualmente, la vista mira una estrella y la ve pequeña, del tamaño de un dinar, pero las demostraciones geométricas prueban que es de un tamaño mayor que el de la Tierra.
Sobre estos y otros datos sensibles semejantes decide el árbitro del sentido, mas el árbitro de la razón lo declara falso y engañoso de un modo que no admite apelaciones. (...)

Pero los datos sensibles objetaron: “¿Qué garantía tienes de que tu confianza en los primeros principios no sea como la que tenías en los datos sensibles?, pues te fiabas de nosotros, pero vino el árbitro de la razón y nos declaró falsos. (...) Quizá más allá de la percepción de la razón haya otro árbitro que cuando aparezca, declare falso el juicio de la razón de la misma manera que apareció el árbitro de la razón y declaró falso el juicio del sentido... El que esa otra percepción más allá de la razón no haya aparecido no prueba que sea imposible su existencia”.

Me quedé entonces un tiempo sin saber qué responder y el ejemplo del sueño afirmó aún más mi perplejidad, pues me dije: “¿No me veo en sueños dando crédito a una serie de cosas e imaginando situaciones, creyéndolo todo firme y decididamente, sin dudar, y luego cuando despierto, me doy cuenta de que todas aquellas cosas a las que daba crédito no tienen ningún fundamento ni valor? ¿Qué garantía tengo de que todo aquello a lo que doy crédito por medio del sentido o de la razón estando despierto sea verdadero en relación al estado en el que estoy?, pues es posible que me sobrevenga un estado cuya relación a mi estado de vigilia sea como mi vigilia a mi sueño ...”.

Cuando me sobrevinieron estos pensamientos y prendieron en mi alma, intenté poner remedio, pero no me resultó fácil, puesto que no podía rechazarlos si no era recurriendo al raciocinio y no era posible mantener en pie el raciocinio si no era a partir de la combinación de los primeros principios, mas como la probidad de estos no era indiscutible, resultaba imposible, por consiguiente, establecer el raciocinio.

Se agravó, pues, esta enfermedad y pasé cerca de dos meses en un estado de escepticismo, ... hasta que Dios me curó de aquella enfermedad y recobré la salud y el equilibrio volviendo a aceptar los primeros principios en la confianza de que estaban a salvo del error y de que había certeza en ellos.

Este hecho no fue fruto de un raciocinio ordenado ni de un discurso metódico, sino de una luz que Dios puso en mi pecho, luz que es la llave de la mayor parte de los conocimientos. Aquel que cree que el desvelamiento de la verdad se realiza por medio de argumentaciones precisas y exactas anquilosa la inmensa misericordia divina.

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